La niña de la banda
La distancia que nos separa, de banda a banda. |
Cada amanecer, nada más asomar
por el balcón, lo primero que veíamos al otro lado del río Puchca era la casa de la banda. Era una casa de una sola
pieza, con su frondoso huerto de árboles frutales y al frente de esa casa,
cruzando la carretera, existía un inmenso corral de alfalfa que cada cierto tiempo se convertía en una hermosa pampa de gras. Desde mi casa de Vincocota podía verse
el color naranja de las naranjas, el
color amarillo verdoso de las limas y la hojas brillantes de las chirimoyas.
También se podía escuchar la voz aguda y potente de doña Isolina –ese era el nombre de la dueña de ese predio― llamando a sus
gallinas o gritándole a viva voz a una niña limeña o quizá costeña que al
parecer era su nieta y que apareció ahí de
la noche a la mañana. No recuerdo su nombre, pero sí su llanto y su soledad
cada vez que su abuela, la tal Isolina, la tandeaba. La pequeña lloraba a gritos y de manera constante, lo que nos impulsaba a ir a su auxilio. Corríamos
a nuestro balcón a insultar a voz en cuello a la mujer, a Isolina, y si eso no era
suficiente bajamos corriendo a la era
para hacerle sentir nuestra protesta. Gritábamos, silbábamos, hacíamos bulla. A partir de entonces la niña y nosotros, digo
mis hermanos y yo, nos hicimos amigos a pesar del río que nos
separaba y que nos hacía vecinos lejanos.
En momentos de paz o después de
la golpiza, la niña se hacía presente en el corral de
alfalfa de su abuela y se aproximaba hasta el borde de el, muy a la orilla del río, para llamarnos. Siempre tenía una muñeca en sus
brazos. No recuerdo de qué hablábamos a voz en cuello, pero era grato que la niña, sin vecinos
ni más gente de su edad a su alrededor,
pudiera entretenerse o encontrar consuelo
en nosotros sus amigos del otro lado del río.
Por el bien de ella, ojalá haya sido así, su estadía
en esa solitaria casa, en Manahuiyay, no duró mucho. Al parecer sus padres se
la llevaron. Nunca nos conocimos de cerca, cara a cara,
como tampoco nunca conocí a doña Isolina, cuyo nombre sabíamos por nuestros
padres o quizá por el vecindario.
De esa casa no queda casi nada y ni qué decir de su solitaria inquilina. Tan cruel ha sido el destino de este predio que ni siquiera la maleza logra convertirse en atractiva flora silvestre.
Tampoco hay rastro del inmenso corral de alfalfa que tanto color daba al paisaje ribereño; este se fue desmoronando como tajadas de torta en las épocas invernales, donde el exorbitante caudal del río y su turbulencia carcomieron la tierra. Yo pensé, desde mi infancia,
que esa casa sería arrasada por
el huayco que se precipitaba muy a menudo por la quebrada aledaña, pero nunca ocurrió eso y la prueba es que la casa y su huerta están allí, maltrechas y abandonadas, convertidas en terral
salvaje, como si en el pasado no hubiese sido una tierra fructífera, con un paisaje bucólico a pesar de esos
pasajes de soledad y llanto que hoy he recordado.
La niña de la banda
Reviewed by Rahuapampa
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diciembre 02, 2018
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